domingo, 9 de septiembre de 2012

Y si no te escucho, GRITA!


Mamá, no me miras!


Jesús, María y José...pensé. Yo, escribiendo un blog sobre crianza, explicando al personal lo importante que es dar atención y allí estaba, devorándome las últimas tendencias de decoración de la revista de Ikea, repantingada en la hamaca mientras mi hijo hacía de todo para captar mi mirada.

Tienes razón Pablo, dije..y me acordé avergonzada de lo que había leído.

"Siga ofreciendo su afecto a su hijo adolescente. Lo necesita mucho, pero no se atreve a pedirlo. Los chicos no suelen recibir suficiente afecto a esta edad"

"Los niños que tienden a expresar su estrés con agresividad también suelen ser los que no gustan demasiado de las caricias de los padres.  Esto puede ser el resultado de sentirse culpables y poco merecedores, o puede ser parte de su naturaleza sensible"

"Con el afecto crece la autoestima, se estimulan los buenos sentimientos y la inteligencia, se reduce la ira y las emociones violentas, se desarrolla un cuerpo sano y se favorece el desarrollo de la cercanía y el cariño"

La situación que sucedió fue la siguiente:

Estábamos en la piscina y Pablo empezó a hacer una cosa que siempre me ha sacado de quicio, literalmente, y que por tanto, siempre le he prohibido: GRITAR. Al dejar la revista y mis preocupaciones sobre su decisión pendiente, tuve que estar presente y atenta a mis pensamientos automáticos.

Sus gritos son una mezcla de sonidos trogloditas, sonidos guturales, acompañados de movimientos y gestos propios de los luchadores de smack down. Totalmente insoportable. Pero me dije...déjale expresarse, a ver que pasa. ¿Y si lo necesita? ¿Y si es su forma de sacar la ira contenida? ¿Sus frustraciones? ¿Su dolor?

En ese momento mientras le dejaba gritar, superando la estúpida verguencitis de " que iban a pensar los vecinos", me acordé de aquella sesión de yoga en la que Pepa ( por cierto, fantástica terapeuta) nos propuso un ejercicio en el que teniamos que gritar desde el estómago, acompañando el grito de un gesto con los brazos. De siete personas fuí la única incapaz de hacerlo. Una mezcla de verguenza ( por no decir, snobismo) e incapacidad para permitirme sacar, voluntariamente, algo no armonioso como es un grito, me llevaron a un ataque de risa tonta incontrolable. Pensé que no debía subestimar la posibilidad de que gritar podía ser un excelente desahogo.

Ver a Pablo tan contento y feliz haciendo su show, con su madre mirándole y sin recriminarle fué algo super bonito ( aunque visto desde afuera, era todo menos bonito, ja,ja)

Así estuvo muuuuucho rato, yo esperando que acabara pronto, claro está. Y, si, al final paró, con aquella cara y aquel estado en que nos quedamos después de un pedazo de orgasmo: Relajaditos, relajaditos.

Cuando volví de llevarle al aeropuerto, y aprovechando que Magdalena estaba en Chipiona con su papi, me propuse ir a un sendero que había descubierto en uno de esos paseos en coche para pensar, dispuesta a GRITAR mis particulares frustraciones y ansias.

No pude, no lo necesité, en verdad. La naturaleza y una manada de 30 caballos sueltos de camino al rio para beber, se encargaron de apaciguar mi corazón para acabar diciéndome a mi misma: Todo está bien.

Quizás debamos dejar GRITAR mas a nuestros hijos cuando veamos que lo necesitan. No gratuitamente, está claro. Observándolos con atención lo sabremos. Y quien sabe!! 

Quizás gritan para llamar nuestra atención y si se la damos entera e incondicionalmente, griten menos.

Feliz domingo de fin de verano.




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